la tribu: un fiambre insepulto

Como todos o casi todos los animales, desde la infancia los humanos estamos ubicados en el mundo en medio de un conjunto de personas vinculadas entre sí por vínculos de pareja y parentescos naturales, políticos y adoptivos: padres, hermanos, primos, tíos, abuelos y otros más lejanos que constituyen la parentela consanguínea y política, comúnmente conocida como familia.

“Dale un besito a tía Melba; a su hermana, tía Merche; al marido de ésta, tío Cami; y a los primos, y diles a todos que les quieres mucho” – le dicen al niño. Y le exigen que lo haga, “porque ellos son tu familia, y la familia es lo primero y lo que único que, en últimas, uno tiene. Y el crío ha de besuquear a esas tías bigotudas a quienes apenas conoce y cuyos pellizcos son una auténtica tortura nasal. Y también ha de besar a tío Cami, un hombrecito taciturno y poca cosa cuya personalidad aflora de tanto en tanto, cuando se pega unas borracheras de muerte para escapar de la férula de su mujer. Otro beso para su prima Beatica, una quinceañera presuntuosa y calientabraguetas que va para monja de clausura en calidad de tesorera y contable mayor. Y otro para el primo Monachecho, un adolescente de dieciséis años a quien le despunta un bozo grasiento, se muerde las uñas hasta la raíz y cuyas aspiraciones serán toda su vida ser empleado de quinta en una institución de primera, y miembro de primera en una institución de quinta.

“¿Y he de querer a estos personajes porque son lo único que tengo y lo más importante de mi vida?” – piensa el niño, quien siente y manifiesta verdadera repugnancia por esos parientes. Ajenos a lo que el niño piensa, sus padres le van tarando el seso con el inconfloructo hematolátrico: Se debe amar y respetar incondicionalmente a los parientes, a la tribu, sin que para ello haya de anotarles sus respectivos méritos personales.

A causa del inconfloructo hematolátrico, el vínculo utilitario que antes de la fundación de las ciudades fuera una condición de supervivencia, perdura como un costal lleno de compromisos falsamente amorosos, gratuitos, con el cual pretenden hacernos cargar contra nuestra voluntad. ¿Por mor de qué? Del capital. Y ello porque en La Ciudad, en la civilización, la hematolatría les garantiza perpetuidad a las taras y a las concentraciones de capital (hermano político + hermano industrial = poder).

Pero una cosa son los parientes que a uno le tocan: la tribu, y otra la familia, la verdadera, que uno va conformando a lo largo de su vida mediante sus propias elecciones. Los apellidos, la hemoglobina, sustrato de la tribu, son accidentes incapaces de formar una familia.

Una familia es un conjunto de amigos que eligen convivir y conviven en, para, por y según el amor, el humor y el respeto.

Se eligen los parientes amorosos que se afanan por uno, los primos afines, los abuelos triscones y divertidos. Se eligen también algún vecino y otra gente no pariente, tan cercana y amable “que es como de la familia.” La parentela, en cambio –las Melbas, Merches, Beaticas y demás- es una muchedumbre que, por azar, desciende de antepasados comunes o se vinculan mediante matrimonios: una tribu.

La familia verdadera, aquélla donde el amor y el respeto derivan del mérito, es una comunidad de amigos -que pueden, por qué no, pertenecer a la misma tribu- donde cada uno de sus miembros echa y nutre raíces junto al otro para crecer, para completarse, para ser y modelarse bien y mutuamente sin prepotencias ni servilismos, sin menospreciarse unos a otros robándose y esclavizándose por activa y por pasiva.

Pero también es un huerto de memoria. Es un reducto contra la violenta inevitabilidad de la muerte. Es la incubadora de la vida real y el bastión de la ficticia. Es el único seno donde los muertos, por el amor de esos amigos de y con los cuales uno se hace, parece que no murieran nunca. Huerto, digo; no finca ni latifundio.

La tribu, la familia del inconflorúctico hematolátrico, no necesita huertos de memoria.

Y no los necesita porque en ella, ausente el amor por el mérito, los muertos no mueren ni de olvido ni del todo. No de olvido, porque en nuestro entorno, para bien o para mal, nada da más perpetua memoria que una hijuela.

Ni del todo, porque para paliarles a los pobres el olvido de que tan capaces los hace su pobreza, se les convenció de que la vida ficticia es ésta, la de la tierra, a la que vienen con un pecado común; y la real una a la que esperan llegar desemplovándose las osamentas para reencontrarse con “los suyos”, parientes esos que poco lloran y pronto olvidan a quienes les preceden sin heredarles. Sólo despiertan a ella, eso sí, los lavados por el agua del bautismo. ¡Para vivir, los pobres tienen que pagar doble peaje! Y tan cómoda resulta la dinámica de falseo de la vida real, sobre todo por cuanto a golpe de perdón y bienaventuranzas hace a favor de la tranquilidad de la conciencia, que los ricos también se instalaron en ella. ¡Por un peaje sencillo y con rebaja, por supuesto!

Ni el amor ni el odio que sentimos por los parientes (ni por nadie) son emociones espontáneas ni fortuitas. Son afectos que se cultivan, se conquistan, se ganan, y que acaban enquistándose hasta acercarse a la perfección.

Es estúpido que en su inoculación del inconfloructo hematolátrico se pretenda forzar a un hijo a que ame a unos malos padres. O a unos padres a auxiliar a un mal hijo. O que se proscriba la animadversión hacia el odioso. “Amar a padre y madre”, “amar a tía Merche y tío Cami y a sus hijos,” la amación a los hermanos y, en general, la amación del prójimo, está condicionado a los méritos personales de esos destinatarios. Que el hijo les adeude a sus padres la existencia, depende de la calidad de ésta; cuesta creer que la víctima le adeude nada al victimario.

Esta condicionalidad del amor se aprecia con más nitidez cuanto más lejano es el parentesco. Y buena prueba de lo que digo son los amores entre quienes no son parientes, en especial los amores de pareja donde sus extremos, que son simultáneamente amante y amado, son elegidos y deseados por su carácter; en una relación donde la entrega, el hacerse uno del otro en un acto de disposición de sí mismo, no es limitación sino perfección de la libertad.

Quien acepta el inconfloructo hematolátrico como verdadero apuesta por la pervivencia de la tribu y contribuye activamente al fortalecimiento de sus misántropos vicios, de los que destacaré tres.

El primero es el caciquismo o negrerismo. El caciquismo suele ser impuesto por los parientes más viejos, por los más ricos y por los más débiles. (Esta relación es acumulativa, abierta y no exclusiva.) So pretexto de su edad, riqueza o desvalimiento, que consideran indubitable, inexpugnable y/o insuperable, respectivamente, se les confiere autoridad indiscutible. Los parientes caciques o negreros erigen y ejercen su señorío en una especie de peana oracular desde la cual, graves, determinan en cada circunstancia particular la bondad y la maldad, la conveniencia o inconveniencia, la utilidad o perversidad de todo y de todos. El pariente cacique es a la vez legislador y juez y sus manifestaciones no son meras –aunque en ocasiones sabias- opiniones, sino que constituyen mandatos cuya obligatoriedad mana de la autoridad de su emisor.

¿Quiénes son las víctimas del pariente cacique? Los esclavones familiares quienes, criados para obedecer, no se plantean revisar el temor reverencial que los perpetúa en el acatamiento del deseo del amo. Este temor reverencial respecto del pariente negrero es producto del inconfloructo hematolátrico. Y dos de sus más patentes asideros prácticos son unos institutos también inconflorúcticos: la primogenitura y los mayorazguetes no saltuarios.

Otro vicio es el famulato, no necesariamente correlativo del anterior. En la tribu hay, por lo menos, dos tipos de siervos. El siervo por pasiva lo es respecto del pariente cacique y su condición se basa, ya lo he dicho, en el temor reverencial. Y el siervo por activa -o de sangre, pues lo es respecto de todos, o casi todos, los demás- que, como tía Melba, acude siempre sin ser llamada, habla sin ser consultada, interviene sin ser invitada y es maestra de la adulación y la impertinencia. El siervo por activa o de sangre es gran usufructuario del inconfloructo hematolátrico pues sus víctimas, o sea, los parientes importunados, en razón de la “unidad y concordia familiares” (-léase: en función de la simpatía del cacique cuya protección suele arropar al siervo de sangre-) se quedan cortos a la hora de aplicar los medios para quitárselos de encima.

Y el otro vicio que voy a reseñar es el garrapatismo. El pariente garrapata vive y medra a costa de otro, casi siempre de un pariente rico, convencido de que su condición de deudo lo legitima para hacerlo impunemente y le atribuye a su anfitrión la obligación correlativa de abastecerlo a su capricho. Obligación que, digámoslo también, no duda en ejecutar.

Las especies de pariente garrapata son múltiples y abarcan desde vividores más o menos discretos, como los trapaceros profesionales del braguetazo, hasta farabusteadores que entran a saco y a cara descubierta en la escarcela ajena. Y todos parecen blindados por el inconfluructo hematolátrico, ya que los parientes anfitriones se resisten a castigarlos y deshacerse de ellos, creyendo que soportarlos y mantenerlos son deberes derivados de su doble condición de pariente y rico. En realidad, el anfitrión no pierde la esperanza de que en un momento dado su versátil y acomodaticia garrapata le sirva de vía hasta la vena del cacique, o de que, en fin, redoble su servicio ante la expectativa de una recompensa extra.

Los vínculos de matrimonio y parentesco fundan tribus, no familias, y justifican la obligatoriedad de falsas deudas entre sus miembros. Resulta paradójico aceptar la familia inconflorúctica, la tribu, como base de la sociedad. Apostar por la tribu es negar la sociedad humana. Y ello es así porque la elección de convivir es suplantada por un hecho bruto, ajeno a los convivientes; y la plenitud que causa esa elección, reducida al mantenimiento de una correlación de fuerzas.

La tribu no sólo no es “lo único que uno tiene”, sino una de aquellas cosas que menos apetece tener -“Mejor tener un amigo que mil parientes”, dice Orestes-. Y los males humanos que, al decir de Angélica, se le achacan a su deterioro, son secuelas de la intoxicación producida por los vahos de un fiambre insepulto. Son el coste social de plantarse en una rustiquez prepolítica donde las relaciones interpersonales se imponen desde y se justifican en una mentira que únicamente les es útil a los acaparadores de poder.

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