embeleño de celotas

Con todo, el macho no es totalmente lerdo de caletre. Sabe que no puede jugar a Flavio Silva sin correr el riesgo de que sus súbditos y acólitos acaben como los celotas de Massada. Como Aristóteles, sabe que “las lanzaderas no tejen solas ni el plectro tañe solo.” E inventa un narcótico inconflorúctico prodigioso que llamo dadivólatra o de la dignidad del ser humano.

El inconfloructo dadivólatra estatuye que a todo hijo de mujer, por el mero hecho de serlo, está revestido de benemerencia; que es acreedor de un trato favorable, de un amor, del que no gozan los animales no humanos ni las cosas inertes.

Al niño que justa o injustamente agrede a su compañero de juegos lo obligan a pedir perdón “porque el ofensor es un niño igual a ti.” Le ofrece excusas y con ello queda reparada la ofensa. Pero el agredido excusante, la mar de contento con la aparente efectividad de su isoaxía, de su valía de igualmente humano, sigue tan desbragado, desprevenido y vulnerable como lo estaba originalmente.

Este inconfloructo es como el envés del antropolátrico. Mientras éste se inventa para empingorotar al hombre sobre el cosmos, el dadivolátrico o de la dignidad humana aparece como un escudo que cada humano esgrime para guarecerse de los excesos de sus congéneres, ya mal empinados en machos. Se inventa para acotar un raquítico acervo cuya presunta inalienabilidad narcotiza al titular, desdibujándole las dimensiones y los efectos reales de su sumisión, de modo que le enerva a priori cualquier pulsión rebelde.

Por cuenta de la dadivolatría el súbdito apechuga de grado con lo que le deja caer el cacique y sólo se lo opone a éste cuando la cianosis le indica que está al límite de la asfixia: “yo también tengo mi dignidad … “ , se dice.

Creer que ser humano es título suficiente para exigir la benefactría y la buena consideración ajenas es un dislate. Y lo es porque tanto como el amor, la benevolencia y su ejecución: la beneficencia, se ganan o no, se merecen o no.

Acaso con sana voluntad el inconfloructo dadivolátrico se inventa para sustentar la existencia de unos “derechos” aparentemente absolutos como, por ejemplo, la vida y la libertad. Pero pasa por alto que el goce y ejercicio de esos derechos son condicionales: no se tienen si no se es ciudadano ni se conservan si no se es buen ciudadano. Ampararlos y hacerlos absolutamente oponibles con base en la dignidad humana legitima feudos de impunidad donde le está vedada la acción a la sociedad que habrá de soportar, resignada, los males que le provengan de ellos. Y por si fuera poco, termina de un borrón con el principio, éste sí natural, de la corresponsabilidad que tienen los ciudadanos respecto de su felicidad.

La titularidad de derechos como la vida y la libertad deriva de la felicidad, que es imposible sin ellos. Pero su manutención no es un galardón gratuito que a cada uno le atribuye su condición humana, sino algo merecido o no en razón de su comportamiento personal con relación a esa felicidad.

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