de caldos y pantuflas

No todos los inconfloructos son igual de graves ni tienen efectos igual de cruciales. Arraigan también unos inconfloructos pantufla, de andar por casa, que le son enseñados al niño y, como los demás, van enraizándose de generación en generación en pro de la perpetuación de la tribu y el control estricto de las necesidades de los pobres.

El primero que me viene a mientes es uno cosmético-culinario, según el cual “lo mejor es lo hecho en casa.”

Los mantenedores de este inconfloructo aseguran y enseñan, entre otras cosas, que no hay comida más deliciosa que la casera, ni ropa más bonita que la de confección doméstica, ni remedios más eficaces que los caseros, nada más cómodo que la bata y las pantuflas, y nada más placentero que quedarse en casa. Y lo hacen, creo yo, para evitar las emigraciones personales, aun golondrinas, condicionando la satisfacción de la concupiscencia y la necesidad a la ligazón con el hogar, con los fogones. Consuela este inconfloructo a quienes no pueden satisfacerlas fuera de casa –a los pobres- y les sirve de excusa a los avaros que, pudiendo y para no gastar, se resisten a hacerlo.

“Comida casera” es aquella de elaboración descomplicada y rápida que se come casi sin advertirla antes ni durante ni después. Puebla mesas tan desazonadas como descorazonadoras y suele ser preparada, servida, comida y digerida en un dos por tres y sin pena ni gloria por una misma persona.

Entre sus ingredientes cuentan con mayoría los caldos, los huevos, el arroz, la pasta y un sinnúmero de cosas que pueden comerse crudas, hervidas o pasadas por una plancha intocada por el aceite y la mantequilla. La comida casera es alabada por sus efectos benéficos para la salud, se consume con agua y con austera moderación pero también con excesiva frecuencia.

El inconfloructo culinario es buen consuelo para quienes no pueden comer de restaurante ni tener un chef de cocina en casa. No nos digamos mentiras. La mejor comida es la que elabora un cocinero experto y sirve un camarero también experto. O sea la que no se come usualmente en casa sino en los restaurantes, a todo cubierto y sin que uno haya de lavar platos, cubiertos ni peroles.

Comer es, en estricto sentido, una celebración, la celebración de la vida. Y para ella la comida casera es hostia insuficiente: le falta olor, color y sabor. No puede ser gozada plenamente porque el potencial placer del comensal es distraido por menesteres que, si bien implícitos en la preparación y consumo de las viandas, son secundarias, accesorias a la celebración. Tampoco puede ser recordada, porque es demasiado “sana”: no indigesta, ni repite, y no sube ni baja la tensión ni el azúcar. Pero, sobre todo, es hostia triste que nada celebra: ¡le falta el vino! Estos convites caseros no son verdaderos convites porque les falta placer y “por placer se hace el convite y el vino alegra a los vivos.”

El segundo inconfloructo pantufla es el ganchillólatra, y dice que no hay ropa mejor que la casera. Ropa de confección doméstica es la elaborada por alguien que tiene la afición mas no la técnica. De ahí que, aunque generalmente se trata de piezas únicas, suelen ser horrorosas.

El paradigma de lo catastrófica que puede resultar la confección doméstica es un bikini de ganchillo que en un viaje de fin de curso llevó Angela. Lo había tejido su mamá, evidentemente a ojo de mal cubero porque donde sobraba capacidad faltaba volumen y donde no había volumen había capacidad. En cambio, sobraban fruncidos, flecos, moritas, palitos y cadenetas.

De la ropa de confección casera pueden decirse cosas análogas a las referentes a la comida. Por ende, la ganchillolatría puede ser atacada con análogos argumentos.

¡No! La mejor ropa, como la mejor comida, es la que hacen los expertos, los que saben de eso. Y los expertos no suelen trabajar en casa para los de casa. Decir lo contrario es concederles belleza a esas prendas de punto que tienen las mangas dispares, el cuerpo gigantesco, el cuello diminuto y son tejidas de lana acrílica. Y mejor no hablar de las sisas y solapas de las chaquetas o del tiro de los pantalones salidos de manos de un aficionado a la sastrería.

Otro inconfloructo pantufla es el placebólatra, según el cual no hay mejor medicina que los remedios caseros. Éstos son placebos naturistas para enfermos más cargados de paciencia que de incomodidad. A la larga, su única beneficiaria es la enfermedad, que va ganando el tiempo que necesita para arraigarse, fortalecerse y expandirse. Tisanas, friegas, vaporizaciones, aromaterapia, terapias muy propias de la época del viejo Hipócrates, son hoy recetadas y tomadas para suavizar los síntomas sin atacar las causas de la enfermedad. Los placebólatras van aplazando el momento, pero al final han de rendirse ante el valium, la cortisona, la quimioterapia y el bisturí, costosos medios que son más agresivos cuanto más haya progresado el mal.

Pero, sanos o enfermos, este mundo inconflorúctico nos quiere ver en bata y pantuflas, la mar de cómodos, gozando del placer de quedarnos encerrados en casa. Para ello se inventó el inconflucto domolátrico: ¡no hay nada más placentero que estar en casa! Una manera más de mantener a raya las necesidades de los pobres. Es posible que la bata y las pantuflas sean prendas de gran comodidad, pero no son “lo más cómodo”, como sí la desnudez en un entorno confortable.

La bata es una prenda-incordio. Nunca la encontramos en su sitio cuando la necesitamos. Se enreda en los pomos de las puertas. Casi siempre es tan larga, tan larga que las mangas se mojan cuando nos cepillamos los dientes o nos lavamos las manos. Es una trampa para hacer pipí sin sobresaltos. Y ninguna es fresca; por eso me parece vestimenta de frioleros, de enfermos, o de esos timidones que la usan para disimular la para ellos indecente ligereza de un pijama.

También son prenda-incordio las pantuflas, chinelas o zapatillas. Parece que recorrieran la casa con movimiento propio y acabaran esquivándonos escondidas en un lugar inaccesible y oscuro debajo de una cama. Y no merece la pena rescatarlas. Además de incómodas son peligrosas. Tienen la suela lisa –sólo son seguras en suelo enmoquetado, donde sobran-, resbaladiza, y carentes de tacón y talón, se salen con tal facilidad que calzándolas uno se arriesga a tener un accidente que le deje disfrutando para siempre de la mal loada clausura doméstica.

Mal loada, digo, porque quedarse en casa no tiene en sí mismo nada que cause placer. Puede resultar placentero en virtud de lo que uno haga cuando se queda en ella. Pero encerrarse porque sí, o por seguridad o economía, resulta tremendamente tedioso, como todo o casi todo lo que se hace contra voluntad. Yo, que trabajo en casa, hice una vez la prueba de pasar en ella algunas horas sin hacer nada. ¿Qué conseguí? Alterar el cosmos, trastornar la división del trabajo usurpando funciones ajenas, confundir mi entorno y alborotarme las alergias.

Rayando el desasosiego, escudriñé bayeta en ristre todos los rincones, resquicios, cajones y estanterías de mi casa. Vacié los armarios. Desmonté la biblioteca y pretendí limpiar los lomos de los libros. Cambié de sitio vasos, cubiertos y manteles. Purgué el baúl donde guardo las cartas. Acabé el día exhausto y estornudando. Me senté en un rinconcito adonde no había llegado el caos y el panorama era tan desolador como el que deja un cataclismo: todo por tierra y en un sitio que no correspondía. Desconsolado, quise tomarme un whisky pero los vasos y la botella estaban en paradero desconocido. Me di a la fuga. Entré al Casablanca y me zampé cinco gin tonics. Cuando hasta el cielo estaba cerrado, no tuve más remedio que volver a casa, prepararme un caldo, ponerme los calcetines de invierno de tía Sefa, tomarme una infusión de manzanilla y hacerme unos vahos de eucalipto.

Cuando desperté de la turca vi los armarios con sus triperías al aire. Sobresaltado, mientras buscaba la bata tiré al suelo la taza con su poso de caldo, traté de acomodar en la zapatilla que encontré un pie hinchado por el calor; y, al ritmo de mis estornudos de rinítico impenitente, con un dolor de cabeza al que la infusión no había hecho ni cosquillas, caí en cuenta de que “lo mejor es lo hecho en casa” y su corolario: “hogar, dulce hogar”, son el consuelo inconflorúctico de quienes de grado o por fuerza ignoran una lección maravillosa que nos da la naturaleza mediante bichos como los quelonios y los testáceos: Cada uno es su propia casa, una casa hecha de concupiscencia y necesidad cuya satisfacción está ligada a un único y ancho lugar: el mundo que cohabita con sus amigos.

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