de "el hombre" a "el macho"

En el seno de la tribu el niño percibe por primera vez a los otros y se unimisma, se percibe como otro respecto de las cosas que constituyen su entorno. La inmediatez de esas cosas se le presenta de dos maneras. Una recíproca y dinámica, que es más o menos incompleta según se esté relacionando con humanos o con animales de otras especies; y otra unidireccional, relativamente estática, cuando se relaciona con cosas (en realidad o apariencia inanimadas).

No me referiré aquí a esa toma de contacto con las cosas inertes, útil para empezar a ejercer conscientemente la capacidad natural de apropiarnos de ellas e incorporarlas de alguna manera a nosotros. Me interesan, más bien, las primeras relacionadas con cosas animadas.

La arquitectura de nuestras relaciones con las cosas animadas suele tener tuerto comienzo. Es cuando se le enseña al niño el inconfloructo antropolátrico, según el cual el hombre es el ser excelentísimo de cuanto existe bajo el cielo, el hombre es su propia medida. Y se la impone a todo porque sólo él, bípedo taumaturgo, piensa y habla. Y es amo: todo está a su servicio, todo le está subordinado.

Le reprochan al crío: “No trates a tu primo como si fuese un perro”, aunque el primo lo merezca a pesar del perro. O “no patees el perro como si fuese un balón”. O “quieres más a tu perro que a tu tía y a ésta menos que a tu navaja suiza.” Y le machacan: “Tanto como tú, tu primo y tu tía son humanos, mejores, más amables que tu perro, tu balón y tu navaja. Y todos somos hijos de Dios, creados a su imagen y semejanza. Patea el perro y el balón cuanto te plazca, pero ama a los demás humanos como a ti mismo.” Amor sin mérito, por supuesto, y aun a costa de un odio merecido.

A la luz del inconfloructo antropolátrico la naturaleza del humano es doble. Abarca una faceta accidental, contingente, que es su corporeidad o materialidad, de la cual participan tanto los demás seres animados como los inertes. Y otra esencial, necesaria, que es su espiritualidad, factor de semejanza con las cosas divinas o eternas. Esta faceta esencial es causada por algo denominado alma, una cosa individual, supuestamente inmortal, preexistente y subsistente al cuerpo en que se encarna temporalmente como en un crisol donde purgarse.

Entre los niños comienzan a configurarse principalmente tres concepciones del alma.

Unos, como Víctor, dicen que es una cosa blanca y redonda, dotada de una maquinaria de reloj, que los humanos llevamos encajada en el pecho, a la altura de la clavícula, y que se mueve en sentido circular produciendo el movimiento del humano. Estos niños son los precursores de la visión materialista. Su localización del alma coincide con la de muchos que desde antiguo la ubican en el corazón –centralita del amor y otras emociones- y su descripción del movimiento asemeja la del Timeo platónico.

Otros, como Demócrito, confunden el alma con el pensamiento –función neuronal, orgánica, biológica- y se la imaginan como un vaporoso globo de feria al cual está ligado el cuerpo mediante un hilo invisible de energía. Esta apreciación espiritualista es la más extendida en nuestro entorno; avala las creencias referidas a la existencia autónoma del alma como entidad independiente del cuerpo y niega, como hiciera Anaxágoras, que todas las cosas vivas, aún que todos los humanos, tengan una.

Y los menos, en fin, creen que el alma es el motor causante de la vida de cada cosa viva, de su acto de ser. En su concepción hilemórfica cercana a Aristóteles, ven el alma como un dato biológico, inseparable del, y en cierta manera idéntica al, cuerpo vivo y tan finita como él. Si conciliamos, con razón y sin fuerza, los predicados aristotélicos acerca del alma y los resultados de la biología contemporánea, apabulla la evidencia. El alma de una cosa viva es su ADN: causa y explicación de su vida. Salvo mediante una operación intelectual, es indisociable del cuerpo; sólo es capaz de tener realidad informando la materia de esa cosa viva y desaparece, irremediablemente y para siempre, cuando la materia de su individuo deviene incapaz de realizarla.

Este dato científico fue, aunque en otras palabras, dicho hace más de dos mil años. Pero al sistema no le interesa la ciencia, que apareja libertad porque disipa el miedo. Por ello la concepción científica del alma degeneró en una cosa misteriosa y esquiva al entendimiento, que se oxida en los arcanos religiosos aunque los clérigos la despercudan de vez en cuando para sembrar el pánico entre su rebaño y mantenerlo en cintura. Y esa cosa misteriosa e incomprensible es el fundamento del inconfloructo antropolátrico.

¿Es nuestra naturaleza, nuestra humanidad, tan excelente? En absoluto. Esta es una falsa creencia que la estructura de poder utiliza como herramienta a base de explotar el miedo atávico a lo desconocido. Semejante pavor conduce a los humanos, por una parte, a idearse a Dios y a atribuirle atributos humanos como, por ejemplo, la voluntad que genera el mandato por cuya contravención nacemos reos de culpa. Se dice, pues, que el humano es imagen de la divinidad y semejante a ella y que de ese hecho deriva su excelencia.

Y se nos hace creer que siendo humanos somos unas cosas sustraidas del cosmos en razón de nuestra especificidad de pensantes y hablantes. ¿Nos entroniza la capacidad de pensar? No. Pensar es tan función biológica de un órgano corporal como bostezar o caminar -por eso y hasta donde se sabe, lo carente de cerebro u órgano funcionalmente análogo no puede pensar, según lo que carece de ojos u órganos visuales no puede ver-. ¿Y la de hablar? Parece que tampoco. En cualquier caso y aunque tampoco nos entronice, nos especifica más la capacidad de callar, sobre todo si se ejerce cuando no se tiene nada qué decir. Y hablar y callar, tanto como pensar, son funciones biológicas.

Pero esta falsa creencia bien puede ser una estrategia que coadyuva la supervivencia de la especie humana. Esta estrategia, cuya paupérrima eficacia se patentiza, entre otras cosas, en la destrucción del ecosistema, intenta acotar la tendencia al dominio imponiéndole a lo existente la medida humana. Para ello el humano se forja una concepción de lo real empernada a sus propias, humanas dimensiones.

En los humanos esa tendencia al dominio se manifiesta desde la infancia y va materializándose en actitudes despóticas, aun crueles, destructivas y despectivas que adopta el niño respecto de su entorno. Para limar esa propensión -que pone en peligro su supervivencia- al niño se le va enseñando que en ejercicio de su tiranía puede hacer y deshacer tanto cuanto permita la preservación de su cuerpo y la de una mínima sociabilidad amistosa. Es decir, que puede hacer tanto cuanto no le provoque necesidad o peligro física: “con la comida no se juega”, “agua que no has de beber, déjala correr”. O tanto cuanto no le cause aislamiento: “trata a los demás como quieres que te traten.”

Limada aquella propensión, el humano deviene capaz de elegir racional y razonablemente. Y viene al pelo aquí el parecer de Dani, para quien “la libertad reside en tener consciencia de que uno mismo es la medida del universo.”

Al crecer, sin embargo, la persona se da cuenta de que no le es del todo imposible extender a voluntad su radio de dominio, incluso haciéndole trampa a su libertad en razón de una elección irracional o no razonable, si reduce la amistad a la conveniencia como causa de sus relaciones con los otros. Aseguradas ciertas condiciones, pues, el inconfloructo antropolátrico deja de ser útil para la conservación del individuo. Es el momento propicio para que irrumpa la codicia, cuyas víctimas empiezan a desear para sí no sólo toda cosa constitutiva de riqueza, sino también a todo humano que pueda servirle para enriquecerse. El codicioso vive convencido de que “bajo toda piedra se esconde un escorpión” y en sus relaciones interpersonales no hay sinceridad sino disimulo, ni tranquilidad sino zozobra.

De alguna manera, el paradigma del incofloructo antropolátrico es el pariente cacique, cuyos primeros y más preciados instrumentos de producción son las mujeres, que le administran la hacienda y le dan hijos y nietos para perpetuarla. El cacique disfraza la diversidad de habilidades en disparidad de fuerzas y se autoproclama dios dentro de sus propias dimensiones.

Entonces el humano pasa de ser hombre potísimo a macho prepotente con relación a ciertos miembros de su especie. La prepotencia del macho se manifiesta, en particular, respecto a miembros de su propia tribu, secundarios por ser aparentemente nulo su valor en la preservación del grupo; por ejemplo, las mujeres horras, los niños, los dementes y los homosexuales. Cuando el hombre potísimo es defenestrado por el macho prepotente, lo humano es suplantado por lo masculino; el hombre medida, por el macho medidor; la inteligencia, por la fuerza. Y los vicios de la tribu, de la familia inconflorúctica, acaban invadiendo como verdolaga todos los ámbitos de la ya mal denominada sociedad humana.

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