el infanticidio original

El primero con que nos marcan y, dadas sus circunstancias, el más grosero, es el inconfloructo del pecado original.

Después de largos meses de gestación una criatura humana diminuta, arrugada, amoratada. Llega de cara, pobrecita, a la primera iniquidad: le endilgan responsabilidades por algo que no ha hecho y la ponen a cargar con un reato que, como casi todos los absurdos, se ha eternizado en el tiempo ”desde nuestros primeros padres.”

¿Quién inventó el pecado original? Un personaje que de joven fue bastante crapulilla, ciudadano romano de Tagasta, a quien un susto le hizo convertirse en fustigador de sinvergüenzas, predicador prolífico, ingeniero del pecado, apóstol de la gracia, fundador de monasterios y conventos e inmisericorde persecutor de herejes: Aurelio Agustín.

¿Qué es el pecado? La contravención de la voluntad divina expresada en los mandatos de Dios. ¿Y cuál el original? Aquel con que, según Aurelio y contra el “cada uno morirá por su pecado” del Deuteronomio, cargamos los humanos por descender de Adán, primer pecador, y, cómo no, de la perniciosa Eva.

La inconfluría de este dogma radica en que el pecado no existe ni puede existir. Para que el pecado fuese capaz de ser tendría que existir dios; ser éste un dios con voluntad, o sea, imagen y semejanza del humano; y ser su mandato producto de su razón, no de su concupiscencia. Si tú crees en dios y, además, eres voluntarista, has de aceptar, contra lo que sigue, que llegaste maculado al mundo.

Sin embargo, aunque, pudiendo, existiera, el pecado original seguiría siendo inconflorúctico.

Primero, porque un infante es incapaz de actuar porque no sabe ni desea. Puesto que para que haya pecado en sentido formal se requiere una acción u omisión, y que una u otra sean producto de una elección libre, de un deseo deliberado, es absolutamente imposible que el infante peque formalmente; y también imposible que peque materialmente. ¿Cómo podría contravenir un mandato divino ni de otra especie alguien que todavía no hace nada sino que todo le sucede?

Y lo segundo atañe a una cuestión de justicia. ¿Por qué hemos de responder por un acto con cuyo presunto dueño se nos relaciona fortuitamente? ¿Por qué esa responsabilidad solidaria con alguien y respecto de algo en lo que voluntariamente uno no ha tenido ni tiene ni tendrá nunca arte ni parte? Es injusto que le obliguen a uno a pagar deudas ajenas, que el hijo haya de pagar por el crimen del padre o el padre por el del hijo. Todo ello sería un pago forzado, un pago involuntario de lo no debido. Y si pagar involuntariamente lo no debido es injusto, no puede provenir de dios quien, según Aurelio, es la suma justicia.

El africano no se detiene. Si el nacido muere sin que las aguas bautismales y por ministerio de la iglesia ese paradójico pecado suyo haya sido desplazado por la “gracia”, su alma vuela al limbo, esa parte del más allá que no es ni chicha ni limoná, reducto adonde van a parar los despojos de las frustraciones cósmicas. En pocas palabras: lo que pudo haber sido y no fue. Y si no muere sino que sigue vivo sin bautizarse, es relegado al secular limbo de los infieles, humanos de segunda para con quienes los cristianos han de ejecutar la caridad mediante la limosna y pretender la salvación de sus almas conquistándolos para su fe u obteniendo confesiones en esas chamusquinas públicas que antes se llamaban autos de fe y hoy escándalos mediáticos.

Si en el plano supraterreno agustiniano no vale la presunción de inocencia, ¿cómo esperar que ésta no sea uno de los inconfloructos que esperan acechantes a que tengamos uso de razón?

Los niños, por cuya protección se desgañita –de boquilla, cuando menos- el pseudo orden político internacional, los partidos políticos e iglesias de variopintas confesiones; los niños, cuyos derechos son catalogados y descritos con minucia y hasta entronizados absurdamente como preponderantes sobre los de los demás; los niños, utilzados por los electoreros para aparentar buenos y responsables padres de familia, y por los industriales para esquilmar a través de los caprichos infantiles los bolsillos de sus padres, los niños están indefensos ante el inconfloructo del pecado original.

No sé cuánto vale bautizar a un infante. Supongo que nada. Porque si limpiar el pecado original costara dinero, ya alguien habría dado una voz de alerta. El inconfloructo habría cobrado la importancia que tienen las cosas que afectan la economía y como tal sería hoy monumento inconflorúctico de interés universal, especie de patrimonio de la humanidad catalogado por la Unesco, protegido por los hacendistas contra los desmanes de la lógica y aguantado por los pelos, desencajado y con los ojos vidriosos como la cabeza de Holofernes, para espantar a los contestatarios y disuadirlos de sus osadías antiadocenamiento.

Este es sólo el principio de nuestro padecimiento inconflorúctico.

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