de caldos y pantuflas

No todos los inconfloructos son igual de graves ni tienen efectos igual de cruciales. Arraigan también unos inconfloructos pantufla, de andar por casa, que le son enseñados al niño y, como los demás, van enraizándose de generación en generación en pro de la perpetuación de la tribu y el control estricto de las necesidades de los pobres.

El primero que me viene a mientes es uno cosmético-culinario, según el cual “lo mejor es lo hecho en casa.”

Los mantenedores de este inconfloructo aseguran y enseñan, entre otras cosas, que no hay comida más deliciosa que la casera, ni ropa más bonita que la de confección doméstica, ni remedios más eficaces que los caseros, nada más cómodo que la bata y las pantuflas, y nada más placentero que quedarse en casa. Y lo hacen, creo yo, para evitar las emigraciones personales, aun golondrinas, condicionando la satisfacción de la concupiscencia y la necesidad a la ligazón con el hogar, con los fogones. Consuela este inconfloructo a quienes no pueden satisfacerlas fuera de casa –a los pobres- y les sirve de excusa a los avaros que, pudiendo y para no gastar, se resisten a hacerlo.

“Comida casera” es aquella de elaboración descomplicada y rápida que se come casi sin advertirla antes ni durante ni después. Puebla mesas tan desazonadas como descorazonadoras y suele ser preparada, servida, comida y digerida en un dos por tres y sin pena ni gloria por una misma persona.

Entre sus ingredientes cuentan con mayoría los caldos, los huevos, el arroz, la pasta y un sinnúmero de cosas que pueden comerse crudas, hervidas o pasadas por una plancha intocada por el aceite y la mantequilla. La comida casera es alabada por sus efectos benéficos para la salud, se consume con agua y con austera moderación pero también con excesiva frecuencia.

El inconfloructo culinario es buen consuelo para quienes no pueden comer de restaurante ni tener un chef de cocina en casa. No nos digamos mentiras. La mejor comida es la que elabora un cocinero experto y sirve un camarero también experto. O sea la que no se come usualmente en casa sino en los restaurantes, a todo cubierto y sin que uno haya de lavar platos, cubiertos ni peroles.

Comer es, en estricto sentido, una celebración, la celebración de la vida. Y para ella la comida casera es hostia insuficiente: le falta olor, color y sabor. No puede ser gozada plenamente porque el potencial placer del comensal es distraido por menesteres que, si bien implícitos en la preparación y consumo de las viandas, son secundarias, accesorias a la celebración. Tampoco puede ser recordada, porque es demasiado “sana”: no indigesta, ni repite, y no sube ni baja la tensión ni el azúcar. Pero, sobre todo, es hostia triste que nada celebra: ¡le falta el vino! Estos convites caseros no son verdaderos convites porque les falta placer y “por placer se hace el convite y el vino alegra a los vivos.”

El segundo inconfloructo pantufla es el ganchillólatra, y dice que no hay ropa mejor que la casera. Ropa de confección doméstica es la elaborada por alguien que tiene la afición mas no la técnica. De ahí que, aunque generalmente se trata de piezas únicas, suelen ser horrorosas.

El paradigma de lo catastrófica que puede resultar la confección doméstica es un bikini de ganchillo que en un viaje de fin de curso llevó Angela. Lo había tejido su mamá, evidentemente a ojo de mal cubero porque donde sobraba capacidad faltaba volumen y donde no había volumen había capacidad. En cambio, sobraban fruncidos, flecos, moritas, palitos y cadenetas.

De la ropa de confección casera pueden decirse cosas análogas a las referentes a la comida. Por ende, la ganchillolatría puede ser atacada con análogos argumentos.

¡No! La mejor ropa, como la mejor comida, es la que hacen los expertos, los que saben de eso. Y los expertos no suelen trabajar en casa para los de casa. Decir lo contrario es concederles belleza a esas prendas de punto que tienen las mangas dispares, el cuerpo gigantesco, el cuello diminuto y son tejidas de lana acrílica. Y mejor no hablar de las sisas y solapas de las chaquetas o del tiro de los pantalones salidos de manos de un aficionado a la sastrería.

Otro inconfloructo pantufla es el placebólatra, según el cual no hay mejor medicina que los remedios caseros. Éstos son placebos naturistas para enfermos más cargados de paciencia que de incomodidad. A la larga, su única beneficiaria es la enfermedad, que va ganando el tiempo que necesita para arraigarse, fortalecerse y expandirse. Tisanas, friegas, vaporizaciones, aromaterapia, terapias muy propias de la época del viejo Hipócrates, son hoy recetadas y tomadas para suavizar los síntomas sin atacar las causas de la enfermedad. Los placebólatras van aplazando el momento, pero al final han de rendirse ante el valium, la cortisona, la quimioterapia y el bisturí, costosos medios que son más agresivos cuanto más haya progresado el mal.

Pero, sanos o enfermos, este mundo inconflorúctico nos quiere ver en bata y pantuflas, la mar de cómodos, gozando del placer de quedarnos encerrados en casa. Para ello se inventó el inconflucto domolátrico: ¡no hay nada más placentero que estar en casa! Una manera más de mantener a raya las necesidades de los pobres. Es posible que la bata y las pantuflas sean prendas de gran comodidad, pero no son “lo más cómodo”, como sí la desnudez en un entorno confortable.

La bata es una prenda-incordio. Nunca la encontramos en su sitio cuando la necesitamos. Se enreda en los pomos de las puertas. Casi siempre es tan larga, tan larga que las mangas se mojan cuando nos cepillamos los dientes o nos lavamos las manos. Es una trampa para hacer pipí sin sobresaltos. Y ninguna es fresca; por eso me parece vestimenta de frioleros, de enfermos, o de esos timidones que la usan para disimular la para ellos indecente ligereza de un pijama.

También son prenda-incordio las pantuflas, chinelas o zapatillas. Parece que recorrieran la casa con movimiento propio y acabaran esquivándonos escondidas en un lugar inaccesible y oscuro debajo de una cama. Y no merece la pena rescatarlas. Además de incómodas son peligrosas. Tienen la suela lisa –sólo son seguras en suelo enmoquetado, donde sobran-, resbaladiza, y carentes de tacón y talón, se salen con tal facilidad que calzándolas uno se arriesga a tener un accidente que le deje disfrutando para siempre de la mal loada clausura doméstica.

Mal loada, digo, porque quedarse en casa no tiene en sí mismo nada que cause placer. Puede resultar placentero en virtud de lo que uno haga cuando se queda en ella. Pero encerrarse porque sí, o por seguridad o economía, resulta tremendamente tedioso, como todo o casi todo lo que se hace contra voluntad. Yo, que trabajo en casa, hice una vez la prueba de pasar en ella algunas horas sin hacer nada. ¿Qué conseguí? Alterar el cosmos, trastornar la división del trabajo usurpando funciones ajenas, confundir mi entorno y alborotarme las alergias.

Rayando el desasosiego, escudriñé bayeta en ristre todos los rincones, resquicios, cajones y estanterías de mi casa. Vacié los armarios. Desmonté la biblioteca y pretendí limpiar los lomos de los libros. Cambié de sitio vasos, cubiertos y manteles. Purgué el baúl donde guardo las cartas. Acabé el día exhausto y estornudando. Me senté en un rinconcito adonde no había llegado el caos y el panorama era tan desolador como el que deja un cataclismo: todo por tierra y en un sitio que no correspondía. Desconsolado, quise tomarme un whisky pero los vasos y la botella estaban en paradero desconocido. Me di a la fuga. Entré al Casablanca y me zampé cinco gin tonics. Cuando hasta el cielo estaba cerrado, no tuve más remedio que volver a casa, prepararme un caldo, ponerme los calcetines de invierno de tía Sefa, tomarme una infusión de manzanilla y hacerme unos vahos de eucalipto.

Cuando desperté de la turca vi los armarios con sus triperías al aire. Sobresaltado, mientras buscaba la bata tiré al suelo la taza con su poso de caldo, traté de acomodar en la zapatilla que encontré un pie hinchado por el calor; y, al ritmo de mis estornudos de rinítico impenitente, con un dolor de cabeza al que la infusión no había hecho ni cosquillas, caí en cuenta de que “lo mejor es lo hecho en casa” y su corolario: “hogar, dulce hogar”, son el consuelo inconflorúctico de quienes de grado o por fuerza ignoran una lección maravillosa que nos da la naturaleza mediante bichos como los quelonios y los testáceos: Cada uno es su propia casa, una casa hecha de concupiscencia y necesidad cuya satisfacción está ligada a un único y ancho lugar: el mundo que cohabita con sus amigos.

embeleño de celotas

Con todo, el macho no es totalmente lerdo de caletre. Sabe que no puede jugar a Flavio Silva sin correr el riesgo de que sus súbditos y acólitos acaben como los celotas de Massada. Como Aristóteles, sabe que “las lanzaderas no tejen solas ni el plectro tañe solo.” E inventa un narcótico inconflorúctico prodigioso que llamo dadivólatra o de la dignidad del ser humano.

El inconfloructo dadivólatra estatuye que a todo hijo de mujer, por el mero hecho de serlo, está revestido de benemerencia; que es acreedor de un trato favorable, de un amor, del que no gozan los animales no humanos ni las cosas inertes.

Al niño que justa o injustamente agrede a su compañero de juegos lo obligan a pedir perdón “porque el ofensor es un niño igual a ti.” Le ofrece excusas y con ello queda reparada la ofensa. Pero el agredido excusante, la mar de contento con la aparente efectividad de su isoaxía, de su valía de igualmente humano, sigue tan desbragado, desprevenido y vulnerable como lo estaba originalmente.

Este inconfloructo es como el envés del antropolátrico. Mientras éste se inventa para empingorotar al hombre sobre el cosmos, el dadivolátrico o de la dignidad humana aparece como un escudo que cada humano esgrime para guarecerse de los excesos de sus congéneres, ya mal empinados en machos. Se inventa para acotar un raquítico acervo cuya presunta inalienabilidad narcotiza al titular, desdibujándole las dimensiones y los efectos reales de su sumisión, de modo que le enerva a priori cualquier pulsión rebelde.

Por cuenta de la dadivolatría el súbdito apechuga de grado con lo que le deja caer el cacique y sólo se lo opone a éste cuando la cianosis le indica que está al límite de la asfixia: “yo también tengo mi dignidad … “ , se dice.

Creer que ser humano es título suficiente para exigir la benefactría y la buena consideración ajenas es un dislate. Y lo es porque tanto como el amor, la benevolencia y su ejecución: la beneficencia, se ganan o no, se merecen o no.

Acaso con sana voluntad el inconfloructo dadivolátrico se inventa para sustentar la existencia de unos “derechos” aparentemente absolutos como, por ejemplo, la vida y la libertad. Pero pasa por alto que el goce y ejercicio de esos derechos son condicionales: no se tienen si no se es ciudadano ni se conservan si no se es buen ciudadano. Ampararlos y hacerlos absolutamente oponibles con base en la dignidad humana legitima feudos de impunidad donde le está vedada la acción a la sociedad que habrá de soportar, resignada, los males que le provengan de ellos. Y por si fuera poco, termina de un borrón con el principio, éste sí natural, de la corresponsabilidad que tienen los ciudadanos respecto de su felicidad.

La titularidad de derechos como la vida y la libertad deriva de la felicidad, que es imposible sin ellos. Pero su manutención no es un galardón gratuito que a cada uno le atribuye su condición humana, sino algo merecido o no en razón de su comportamiento personal con relación a esa felicidad.

de "el hombre" a "el macho"

En el seno de la tribu el niño percibe por primera vez a los otros y se unimisma, se percibe como otro respecto de las cosas que constituyen su entorno. La inmediatez de esas cosas se le presenta de dos maneras. Una recíproca y dinámica, que es más o menos incompleta según se esté relacionando con humanos o con animales de otras especies; y otra unidireccional, relativamente estática, cuando se relaciona con cosas (en realidad o apariencia inanimadas).

No me referiré aquí a esa toma de contacto con las cosas inertes, útil para empezar a ejercer conscientemente la capacidad natural de apropiarnos de ellas e incorporarlas de alguna manera a nosotros. Me interesan, más bien, las primeras relacionadas con cosas animadas.

La arquitectura de nuestras relaciones con las cosas animadas suele tener tuerto comienzo. Es cuando se le enseña al niño el inconfloructo antropolátrico, según el cual el hombre es el ser excelentísimo de cuanto existe bajo el cielo, el hombre es su propia medida. Y se la impone a todo porque sólo él, bípedo taumaturgo, piensa y habla. Y es amo: todo está a su servicio, todo le está subordinado.

Le reprochan al crío: “No trates a tu primo como si fuese un perro”, aunque el primo lo merezca a pesar del perro. O “no patees el perro como si fuese un balón”. O “quieres más a tu perro que a tu tía y a ésta menos que a tu navaja suiza.” Y le machacan: “Tanto como tú, tu primo y tu tía son humanos, mejores, más amables que tu perro, tu balón y tu navaja. Y todos somos hijos de Dios, creados a su imagen y semejanza. Patea el perro y el balón cuanto te plazca, pero ama a los demás humanos como a ti mismo.” Amor sin mérito, por supuesto, y aun a costa de un odio merecido.

A la luz del inconfloructo antropolátrico la naturaleza del humano es doble. Abarca una faceta accidental, contingente, que es su corporeidad o materialidad, de la cual participan tanto los demás seres animados como los inertes. Y otra esencial, necesaria, que es su espiritualidad, factor de semejanza con las cosas divinas o eternas. Esta faceta esencial es causada por algo denominado alma, una cosa individual, supuestamente inmortal, preexistente y subsistente al cuerpo en que se encarna temporalmente como en un crisol donde purgarse.

Entre los niños comienzan a configurarse principalmente tres concepciones del alma.

Unos, como Víctor, dicen que es una cosa blanca y redonda, dotada de una maquinaria de reloj, que los humanos llevamos encajada en el pecho, a la altura de la clavícula, y que se mueve en sentido circular produciendo el movimiento del humano. Estos niños son los precursores de la visión materialista. Su localización del alma coincide con la de muchos que desde antiguo la ubican en el corazón –centralita del amor y otras emociones- y su descripción del movimiento asemeja la del Timeo platónico.

Otros, como Demócrito, confunden el alma con el pensamiento –función neuronal, orgánica, biológica- y se la imaginan como un vaporoso globo de feria al cual está ligado el cuerpo mediante un hilo invisible de energía. Esta apreciación espiritualista es la más extendida en nuestro entorno; avala las creencias referidas a la existencia autónoma del alma como entidad independiente del cuerpo y niega, como hiciera Anaxágoras, que todas las cosas vivas, aún que todos los humanos, tengan una.

Y los menos, en fin, creen que el alma es el motor causante de la vida de cada cosa viva, de su acto de ser. En su concepción hilemórfica cercana a Aristóteles, ven el alma como un dato biológico, inseparable del, y en cierta manera idéntica al, cuerpo vivo y tan finita como él. Si conciliamos, con razón y sin fuerza, los predicados aristotélicos acerca del alma y los resultados de la biología contemporánea, apabulla la evidencia. El alma de una cosa viva es su ADN: causa y explicación de su vida. Salvo mediante una operación intelectual, es indisociable del cuerpo; sólo es capaz de tener realidad informando la materia de esa cosa viva y desaparece, irremediablemente y para siempre, cuando la materia de su individuo deviene incapaz de realizarla.

Este dato científico fue, aunque en otras palabras, dicho hace más de dos mil años. Pero al sistema no le interesa la ciencia, que apareja libertad porque disipa el miedo. Por ello la concepción científica del alma degeneró en una cosa misteriosa y esquiva al entendimiento, que se oxida en los arcanos religiosos aunque los clérigos la despercudan de vez en cuando para sembrar el pánico entre su rebaño y mantenerlo en cintura. Y esa cosa misteriosa e incomprensible es el fundamento del inconfloructo antropolátrico.

¿Es nuestra naturaleza, nuestra humanidad, tan excelente? En absoluto. Esta es una falsa creencia que la estructura de poder utiliza como herramienta a base de explotar el miedo atávico a lo desconocido. Semejante pavor conduce a los humanos, por una parte, a idearse a Dios y a atribuirle atributos humanos como, por ejemplo, la voluntad que genera el mandato por cuya contravención nacemos reos de culpa. Se dice, pues, que el humano es imagen de la divinidad y semejante a ella y que de ese hecho deriva su excelencia.

Y se nos hace creer que siendo humanos somos unas cosas sustraidas del cosmos en razón de nuestra especificidad de pensantes y hablantes. ¿Nos entroniza la capacidad de pensar? No. Pensar es tan función biológica de un órgano corporal como bostezar o caminar -por eso y hasta donde se sabe, lo carente de cerebro u órgano funcionalmente análogo no puede pensar, según lo que carece de ojos u órganos visuales no puede ver-. ¿Y la de hablar? Parece que tampoco. En cualquier caso y aunque tampoco nos entronice, nos especifica más la capacidad de callar, sobre todo si se ejerce cuando no se tiene nada qué decir. Y hablar y callar, tanto como pensar, son funciones biológicas.

Pero esta falsa creencia bien puede ser una estrategia que coadyuva la supervivencia de la especie humana. Esta estrategia, cuya paupérrima eficacia se patentiza, entre otras cosas, en la destrucción del ecosistema, intenta acotar la tendencia al dominio imponiéndole a lo existente la medida humana. Para ello el humano se forja una concepción de lo real empernada a sus propias, humanas dimensiones.

En los humanos esa tendencia al dominio se manifiesta desde la infancia y va materializándose en actitudes despóticas, aun crueles, destructivas y despectivas que adopta el niño respecto de su entorno. Para limar esa propensión -que pone en peligro su supervivencia- al niño se le va enseñando que en ejercicio de su tiranía puede hacer y deshacer tanto cuanto permita la preservación de su cuerpo y la de una mínima sociabilidad amistosa. Es decir, que puede hacer tanto cuanto no le provoque necesidad o peligro física: “con la comida no se juega”, “agua que no has de beber, déjala correr”. O tanto cuanto no le cause aislamiento: “trata a los demás como quieres que te traten.”

Limada aquella propensión, el humano deviene capaz de elegir racional y razonablemente. Y viene al pelo aquí el parecer de Dani, para quien “la libertad reside en tener consciencia de que uno mismo es la medida del universo.”

Al crecer, sin embargo, la persona se da cuenta de que no le es del todo imposible extender a voluntad su radio de dominio, incluso haciéndole trampa a su libertad en razón de una elección irracional o no razonable, si reduce la amistad a la conveniencia como causa de sus relaciones con los otros. Aseguradas ciertas condiciones, pues, el inconfloructo antropolátrico deja de ser útil para la conservación del individuo. Es el momento propicio para que irrumpa la codicia, cuyas víctimas empiezan a desear para sí no sólo toda cosa constitutiva de riqueza, sino también a todo humano que pueda servirle para enriquecerse. El codicioso vive convencido de que “bajo toda piedra se esconde un escorpión” y en sus relaciones interpersonales no hay sinceridad sino disimulo, ni tranquilidad sino zozobra.

De alguna manera, el paradigma del incofloructo antropolátrico es el pariente cacique, cuyos primeros y más preciados instrumentos de producción son las mujeres, que le administran la hacienda y le dan hijos y nietos para perpetuarla. El cacique disfraza la diversidad de habilidades en disparidad de fuerzas y se autoproclama dios dentro de sus propias dimensiones.

Entonces el humano pasa de ser hombre potísimo a macho prepotente con relación a ciertos miembros de su especie. La prepotencia del macho se manifiesta, en particular, respecto a miembros de su propia tribu, secundarios por ser aparentemente nulo su valor en la preservación del grupo; por ejemplo, las mujeres horras, los niños, los dementes y los homosexuales. Cuando el hombre potísimo es defenestrado por el macho prepotente, lo humano es suplantado por lo masculino; el hombre medida, por el macho medidor; la inteligencia, por la fuerza. Y los vicios de la tribu, de la familia inconflorúctica, acaban invadiendo como verdolaga todos los ámbitos de la ya mal denominada sociedad humana.

la tribu: un fiambre insepulto

Como todos o casi todos los animales, desde la infancia los humanos estamos ubicados en el mundo en medio de un conjunto de personas vinculadas entre sí por vínculos de pareja y parentescos naturales, políticos y adoptivos: padres, hermanos, primos, tíos, abuelos y otros más lejanos que constituyen la parentela consanguínea y política, comúnmente conocida como familia.

“Dale un besito a tía Melba; a su hermana, tía Merche; al marido de ésta, tío Cami; y a los primos, y diles a todos que les quieres mucho” – le dicen al niño. Y le exigen que lo haga, “porque ellos son tu familia, y la familia es lo primero y lo que único que, en últimas, uno tiene. Y el crío ha de besuquear a esas tías bigotudas a quienes apenas conoce y cuyos pellizcos son una auténtica tortura nasal. Y también ha de besar a tío Cami, un hombrecito taciturno y poca cosa cuya personalidad aflora de tanto en tanto, cuando se pega unas borracheras de muerte para escapar de la férula de su mujer. Otro beso para su prima Beatica, una quinceañera presuntuosa y calientabraguetas que va para monja de clausura en calidad de tesorera y contable mayor. Y otro para el primo Monachecho, un adolescente de dieciséis años a quien le despunta un bozo grasiento, se muerde las uñas hasta la raíz y cuyas aspiraciones serán toda su vida ser empleado de quinta en una institución de primera, y miembro de primera en una institución de quinta.

“¿Y he de querer a estos personajes porque son lo único que tengo y lo más importante de mi vida?” – piensa el niño, quien siente y manifiesta verdadera repugnancia por esos parientes. Ajenos a lo que el niño piensa, sus padres le van tarando el seso con el inconfloructo hematolátrico: Se debe amar y respetar incondicionalmente a los parientes, a la tribu, sin que para ello haya de anotarles sus respectivos méritos personales.

A causa del inconfloructo hematolátrico, el vínculo utilitario que antes de la fundación de las ciudades fuera una condición de supervivencia, perdura como un costal lleno de compromisos falsamente amorosos, gratuitos, con el cual pretenden hacernos cargar contra nuestra voluntad. ¿Por mor de qué? Del capital. Y ello porque en La Ciudad, en la civilización, la hematolatría les garantiza perpetuidad a las taras y a las concentraciones de capital (hermano político + hermano industrial = poder).

Pero una cosa son los parientes que a uno le tocan: la tribu, y otra la familia, la verdadera, que uno va conformando a lo largo de su vida mediante sus propias elecciones. Los apellidos, la hemoglobina, sustrato de la tribu, son accidentes incapaces de formar una familia.

Una familia es un conjunto de amigos que eligen convivir y conviven en, para, por y según el amor, el humor y el respeto.

Se eligen los parientes amorosos que se afanan por uno, los primos afines, los abuelos triscones y divertidos. Se eligen también algún vecino y otra gente no pariente, tan cercana y amable “que es como de la familia.” La parentela, en cambio –las Melbas, Merches, Beaticas y demás- es una muchedumbre que, por azar, desciende de antepasados comunes o se vinculan mediante matrimonios: una tribu.

La familia verdadera, aquélla donde el amor y el respeto derivan del mérito, es una comunidad de amigos -que pueden, por qué no, pertenecer a la misma tribu- donde cada uno de sus miembros echa y nutre raíces junto al otro para crecer, para completarse, para ser y modelarse bien y mutuamente sin prepotencias ni servilismos, sin menospreciarse unos a otros robándose y esclavizándose por activa y por pasiva.

Pero también es un huerto de memoria. Es un reducto contra la violenta inevitabilidad de la muerte. Es la incubadora de la vida real y el bastión de la ficticia. Es el único seno donde los muertos, por el amor de esos amigos de y con los cuales uno se hace, parece que no murieran nunca. Huerto, digo; no finca ni latifundio.

La tribu, la familia del inconflorúctico hematolátrico, no necesita huertos de memoria.

Y no los necesita porque en ella, ausente el amor por el mérito, los muertos no mueren ni de olvido ni del todo. No de olvido, porque en nuestro entorno, para bien o para mal, nada da más perpetua memoria que una hijuela.

Ni del todo, porque para paliarles a los pobres el olvido de que tan capaces los hace su pobreza, se les convenció de que la vida ficticia es ésta, la de la tierra, a la que vienen con un pecado común; y la real una a la que esperan llegar desemplovándose las osamentas para reencontrarse con “los suyos”, parientes esos que poco lloran y pronto olvidan a quienes les preceden sin heredarles. Sólo despiertan a ella, eso sí, los lavados por el agua del bautismo. ¡Para vivir, los pobres tienen que pagar doble peaje! Y tan cómoda resulta la dinámica de falseo de la vida real, sobre todo por cuanto a golpe de perdón y bienaventuranzas hace a favor de la tranquilidad de la conciencia, que los ricos también se instalaron en ella. ¡Por un peaje sencillo y con rebaja, por supuesto!

Ni el amor ni el odio que sentimos por los parientes (ni por nadie) son emociones espontáneas ni fortuitas. Son afectos que se cultivan, se conquistan, se ganan, y que acaban enquistándose hasta acercarse a la perfección.

Es estúpido que en su inoculación del inconfloructo hematolátrico se pretenda forzar a un hijo a que ame a unos malos padres. O a unos padres a auxiliar a un mal hijo. O que se proscriba la animadversión hacia el odioso. “Amar a padre y madre”, “amar a tía Merche y tío Cami y a sus hijos,” la amación a los hermanos y, en general, la amación del prójimo, está condicionado a los méritos personales de esos destinatarios. Que el hijo les adeude a sus padres la existencia, depende de la calidad de ésta; cuesta creer que la víctima le adeude nada al victimario.

Esta condicionalidad del amor se aprecia con más nitidez cuanto más lejano es el parentesco. Y buena prueba de lo que digo son los amores entre quienes no son parientes, en especial los amores de pareja donde sus extremos, que son simultáneamente amante y amado, son elegidos y deseados por su carácter; en una relación donde la entrega, el hacerse uno del otro en un acto de disposición de sí mismo, no es limitación sino perfección de la libertad.

Quien acepta el inconfloructo hematolátrico como verdadero apuesta por la pervivencia de la tribu y contribuye activamente al fortalecimiento de sus misántropos vicios, de los que destacaré tres.

El primero es el caciquismo o negrerismo. El caciquismo suele ser impuesto por los parientes más viejos, por los más ricos y por los más débiles. (Esta relación es acumulativa, abierta y no exclusiva.) So pretexto de su edad, riqueza o desvalimiento, que consideran indubitable, inexpugnable y/o insuperable, respectivamente, se les confiere autoridad indiscutible. Los parientes caciques o negreros erigen y ejercen su señorío en una especie de peana oracular desde la cual, graves, determinan en cada circunstancia particular la bondad y la maldad, la conveniencia o inconveniencia, la utilidad o perversidad de todo y de todos. El pariente cacique es a la vez legislador y juez y sus manifestaciones no son meras –aunque en ocasiones sabias- opiniones, sino que constituyen mandatos cuya obligatoriedad mana de la autoridad de su emisor.

¿Quiénes son las víctimas del pariente cacique? Los esclavones familiares quienes, criados para obedecer, no se plantean revisar el temor reverencial que los perpetúa en el acatamiento del deseo del amo. Este temor reverencial respecto del pariente negrero es producto del inconfloructo hematolátrico. Y dos de sus más patentes asideros prácticos son unos institutos también inconflorúcticos: la primogenitura y los mayorazguetes no saltuarios.

Otro vicio es el famulato, no necesariamente correlativo del anterior. En la tribu hay, por lo menos, dos tipos de siervos. El siervo por pasiva lo es respecto del pariente cacique y su condición se basa, ya lo he dicho, en el temor reverencial. Y el siervo por activa -o de sangre, pues lo es respecto de todos, o casi todos, los demás- que, como tía Melba, acude siempre sin ser llamada, habla sin ser consultada, interviene sin ser invitada y es maestra de la adulación y la impertinencia. El siervo por activa o de sangre es gran usufructuario del inconfloructo hematolátrico pues sus víctimas, o sea, los parientes importunados, en razón de la “unidad y concordia familiares” (-léase: en función de la simpatía del cacique cuya protección suele arropar al siervo de sangre-) se quedan cortos a la hora de aplicar los medios para quitárselos de encima.

Y el otro vicio que voy a reseñar es el garrapatismo. El pariente garrapata vive y medra a costa de otro, casi siempre de un pariente rico, convencido de que su condición de deudo lo legitima para hacerlo impunemente y le atribuye a su anfitrión la obligación correlativa de abastecerlo a su capricho. Obligación que, digámoslo también, no duda en ejecutar.

Las especies de pariente garrapata son múltiples y abarcan desde vividores más o menos discretos, como los trapaceros profesionales del braguetazo, hasta farabusteadores que entran a saco y a cara descubierta en la escarcela ajena. Y todos parecen blindados por el inconfluructo hematolátrico, ya que los parientes anfitriones se resisten a castigarlos y deshacerse de ellos, creyendo que soportarlos y mantenerlos son deberes derivados de su doble condición de pariente y rico. En realidad, el anfitrión no pierde la esperanza de que en un momento dado su versátil y acomodaticia garrapata le sirva de vía hasta la vena del cacique, o de que, en fin, redoble su servicio ante la expectativa de una recompensa extra.

Los vínculos de matrimonio y parentesco fundan tribus, no familias, y justifican la obligatoriedad de falsas deudas entre sus miembros. Resulta paradójico aceptar la familia inconflorúctica, la tribu, como base de la sociedad. Apostar por la tribu es negar la sociedad humana. Y ello es así porque la elección de convivir es suplantada por un hecho bruto, ajeno a los convivientes; y la plenitud que causa esa elección, reducida al mantenimiento de una correlación de fuerzas.

La tribu no sólo no es “lo único que uno tiene”, sino una de aquellas cosas que menos apetece tener -“Mejor tener un amigo que mil parientes”, dice Orestes-. Y los males humanos que, al decir de Angélica, se le achacan a su deterioro, son secuelas de la intoxicación producida por los vahos de un fiambre insepulto. Son el coste social de plantarse en una rustiquez prepolítica donde las relaciones interpersonales se imponen desde y se justifican en una mentira que únicamente les es útil a los acaparadores de poder.

el infanticidio original

El primero con que nos marcan y, dadas sus circunstancias, el más grosero, es el inconfloructo del pecado original.

Después de largos meses de gestación una criatura humana diminuta, arrugada, amoratada. Llega de cara, pobrecita, a la primera iniquidad: le endilgan responsabilidades por algo que no ha hecho y la ponen a cargar con un reato que, como casi todos los absurdos, se ha eternizado en el tiempo ”desde nuestros primeros padres.”

¿Quién inventó el pecado original? Un personaje que de joven fue bastante crapulilla, ciudadano romano de Tagasta, a quien un susto le hizo convertirse en fustigador de sinvergüenzas, predicador prolífico, ingeniero del pecado, apóstol de la gracia, fundador de monasterios y conventos e inmisericorde persecutor de herejes: Aurelio Agustín.

¿Qué es el pecado? La contravención de la voluntad divina expresada en los mandatos de Dios. ¿Y cuál el original? Aquel con que, según Aurelio y contra el “cada uno morirá por su pecado” del Deuteronomio, cargamos los humanos por descender de Adán, primer pecador, y, cómo no, de la perniciosa Eva.

La inconfluría de este dogma radica en que el pecado no existe ni puede existir. Para que el pecado fuese capaz de ser tendría que existir dios; ser éste un dios con voluntad, o sea, imagen y semejanza del humano; y ser su mandato producto de su razón, no de su concupiscencia. Si tú crees en dios y, además, eres voluntarista, has de aceptar, contra lo que sigue, que llegaste maculado al mundo.

Sin embargo, aunque, pudiendo, existiera, el pecado original seguiría siendo inconflorúctico.

Primero, porque un infante es incapaz de actuar porque no sabe ni desea. Puesto que para que haya pecado en sentido formal se requiere una acción u omisión, y que una u otra sean producto de una elección libre, de un deseo deliberado, es absolutamente imposible que el infante peque formalmente; y también imposible que peque materialmente. ¿Cómo podría contravenir un mandato divino ni de otra especie alguien que todavía no hace nada sino que todo le sucede?

Y lo segundo atañe a una cuestión de justicia. ¿Por qué hemos de responder por un acto con cuyo presunto dueño se nos relaciona fortuitamente? ¿Por qué esa responsabilidad solidaria con alguien y respecto de algo en lo que voluntariamente uno no ha tenido ni tiene ni tendrá nunca arte ni parte? Es injusto que le obliguen a uno a pagar deudas ajenas, que el hijo haya de pagar por el crimen del padre o el padre por el del hijo. Todo ello sería un pago forzado, un pago involuntario de lo no debido. Y si pagar involuntariamente lo no debido es injusto, no puede provenir de dios quien, según Aurelio, es la suma justicia.

El africano no se detiene. Si el nacido muere sin que las aguas bautismales y por ministerio de la iglesia ese paradójico pecado suyo haya sido desplazado por la “gracia”, su alma vuela al limbo, esa parte del más allá que no es ni chicha ni limoná, reducto adonde van a parar los despojos de las frustraciones cósmicas. En pocas palabras: lo que pudo haber sido y no fue. Y si no muere sino que sigue vivo sin bautizarse, es relegado al secular limbo de los infieles, humanos de segunda para con quienes los cristianos han de ejecutar la caridad mediante la limosna y pretender la salvación de sus almas conquistándolos para su fe u obteniendo confesiones en esas chamusquinas públicas que antes se llamaban autos de fe y hoy escándalos mediáticos.

Si en el plano supraterreno agustiniano no vale la presunción de inocencia, ¿cómo esperar que ésta no sea uno de los inconfloructos que esperan acechantes a que tengamos uso de razón?

Los niños, por cuya protección se desgañita –de boquilla, cuando menos- el pseudo orden político internacional, los partidos políticos e iglesias de variopintas confesiones; los niños, cuyos derechos son catalogados y descritos con minucia y hasta entronizados absurdamente como preponderantes sobre los de los demás; los niños, utilzados por los electoreros para aparentar buenos y responsables padres de familia, y por los industriales para esquilmar a través de los caprichos infantiles los bolsillos de sus padres, los niños están indefensos ante el inconfloructo del pecado original.

No sé cuánto vale bautizar a un infante. Supongo que nada. Porque si limpiar el pecado original costara dinero, ya alguien habría dado una voz de alerta. El inconfloructo habría cobrado la importancia que tienen las cosas que afectan la economía y como tal sería hoy monumento inconflorúctico de interés universal, especie de patrimonio de la humanidad catalogado por la Unesco, protegido por los hacendistas contra los desmanes de la lógica y aguantado por los pelos, desencajado y con los ojos vidriosos como la cabeza de Holofernes, para espantar a los contestatarios y disuadirlos de sus osadías antiadocenamiento.

Este es sólo el principio de nuestro padecimiento inconflorúctico.

Proemio

‘Quizás, como las dificultades
son de dos clases, la causa de la presente
no está en los hechos sino en nosotros.
pues según son los ojos de los murciélagos
ante el resplandor del día,
así en nuestra alma la razón ante las cosas
que por naturaleza son de todas las más evidentes.’
(Aristóteles, Metafísicos 993b10)

proemio

Esta crónica es una enredadera que se enverga en la A privativa que suele envarar la opinión humana como envaran las varillas de autobús el espinazo de Frida Kahlo en sus autorretratos. A de anestesia, A de apatía, A de analgesia, A de abyección, A de abandono … A, en fin, característica de una opinión común abatatada, que parece abdicar de su función principal en el conocimiento y que, sin abatimiento, es un ablandabrevas que en su adocenamiento le allana los barrancos a los poderosos abusones de todo pelaje. ¿Cómo? ¡pariendo y ahijando inconfloructos!

No, no dejes de leer, que ya te veo abriéndote un paréntesis para meterte en él mientras vas en busca del diccionario. En ninguno encontrarás la voz inconfloructo, neologismo de la Cartagena de las Indias, de cuya existencia me enteró Karen una noche y que, pensé, le venía al pelo a mi propósito. Me la presté, y para que fuera más que un silaberío proteico, una expresión de esas con que los tropicales pueden decir cualquier cosa, una mañana, antes de ducharme, le di carta de naturaleza: le busqué una etimología y con base en ella le inventé un significado. Ello no por quedar bien ni por temor a que se descubran su vanidad y mi temeridad; corren tiempos de tan flaca reflexión que a nadie se le ocurriría empalarme por hablar de algo sin decir de qué estoy hablando. Le di significado porque no he aprendido, no obstante el tan extensamente aceptado usus flatus, a hilar discursos con hebras gaseosas. Inconfloructo resulta de componer la palabra latina inconcinnus, que significa “firme, sin duda ni contradicción”, y la griega φλυαρία, que quiere decir “tontería, bagatela, algo dicho a la topa tolondra.” Un inconfloructo es, pues, una mentira como un puño cuya falsedad es tan evidente que paraliza la capacidad crítica y es comúnmente recibida o por lo menos dicha y repetida como verdadera.

La velocidad e intensidad vertiginosas con que la información programada satura nuestros sentidos nos mantiene presos en un calabozo inconflorúctico de donde no estoy muy seguro que se haya planteado escapar ni un mínimo porcentaje de sus millones de supervivientes. Las asaduras se nos rebotan cuando nos velan con falsos pudores el deslumbrante espectáculo de la realidad, de lo que es y cuya existencia percibimos tal como es, pero la rebelión es sofocada al instante por algún inconfloructo, ese genérico del alka-seltzer mental que le baja la acidez a la conciencia, bromuro que disuade a priori y ad deterrendum las erecciones del juicio, la introducción de la verdad y la emisión de un proyecto de buen existir que sea universalmente viable.

¿Rechazas el remedio? Prepara tu rigidez de muerto para la solfa de hostia viva con que pretenderán devolverte a filas los facedores de inconfloructos; o sea, todos aquellos que por prisa, pereza o ignorancia, nos volvimos estíticos mentales a fuerza de comulgar con ruedas de molino. Me despacharé ahora, sin pretensiones dialécticas ni ánimo polémico, contra algunos de esos “pequeños malentendidos con la realidad” con que, según Pessoa, “construimos las creencias y las esperanzas, y vivimos de las cortezas a las que llamamos panes, como los niños pobres que juegan a ser felices.”